ARQUITECTURA DEL DOLOR
Miguel Guerrero



La Carabina Mannlicher

De noche me despertaba su tos, dura y seca. Ella se incorporaba y se llevaba las manos al pecho, pero no conseguía hacerla desaparecer. Se incorporaba y su tos le hacía la vida imposible. Me levantaba y preparaba una taza de menta-poleo y la veía con las manos en el pecho queriendo aguantar la tos y la veía sufriendo la desesperante tortura de la tos, dura y seca. Le acercaba la taza pero su tos no la dejaba beber. Yo la acercaba a mí y sentía el retumbar de su tos, el retumbar de su enfermedad dentro de mí. Los cabellos se le pegaban a la cara y a la frente por el sudor y la acercaba a mí y su retumbar era desesperante. Largos ataques de tos en mitad de la noche. Empeoraba. Cada noche los ataques eran más prolongados y los remedios no hacían efecto. La menta-poleo, que en un principio la calmaba, ya no hacía efecto y su tos se prolongaba en mitad de la noche cada vez más dura, entrecortada y seca; cada vez más enfermiza y ella me miraba desde su lívida enfermedad y yo la acercaba a mí, acariciándola y sintiendo el retumbar cada vez más duro y seco de su enfermedad. Después de un rato de martirio se calmaba y yo dejaba caer su cabeza sobre la almohada. Cerraba los ojos y se dormía de inmediato. Cerraba sus ojos y le quedaban dos cavidades profundas y enfermas. Su enfermedad había tallado un rostro bellísimo y se quedaba dormida enseguida. La tos aparecía al amanecer y yo la esperaba despierto, contemplando su rostro hundido en la almohada. No dormía más que unas horas y luego la tos a medianoche, se quedaba dormida después de su tos de medianoche y yo me quedaba despierto esperando su tos del amanecer. Cada noche se me iba un poco de ella y ella me miraba diciéndome cada noche parte de un adiós silencioso. Habíamos dejado de hablarnos y nos habíamos entregado a la penosa despedida, a la larga despedida. Cuando ella dejó de respirar estaba entre mis brazos, después de su ataque de tos del amanecer. La dejé caer sobre la almohada y la almohada cedió a su cabeza muerta. Desde aquel momento mi única tarea fue la búsqueda de la Carabina Mannlicher. Busqué por todos los rincones, sin encontrarla. Me sentaba junto a ella y luego volvía a la búsqueda de la Carabina Mannlicher. Cuando la encontré puse el cañón en mi cabeza y quise apretar el gatillo, pero no lo hice. Volvía a su lado, me sentaba al borde de su cama con la carabina en mi mano, apuntando al suelo y ella parecía aún viva, sólo dormida. Toda mi intención de apretar el gatillo se desvanecía en el último momento y volvía a su lado. Ponía el cañón de la carabina en mi cabeza y cerraba los ojos, preparándome para la muerte, pero no apretaba el gatillo. La guardé y quise olvidarme de ella. Estuve toda la noche al borde de la cama, contemplando su rostro muerto. Caí dormido al amanecer, con su mano fría atrapada en la mía. La Carabina Mannlicher me esperaba, fue mi primer pensamiento al despertar. Solté su mano fría y cogí la carabina. Un nuevo intento y vuelta a la más cobarde indecisión. Desde siempre tuve asumido el hecho, demostrado desde mi infancia, de mi cobardía. Siempre he sido un cobarde y, lo que es más, un ser totalmente equivocado con respecto a sí mismo. Pensaba que no era un cobarde porque pensaba que tendría el valor de quitarme la vida en cuanto ella me faltara. Lo tenía totalmente claro. En el proceso de su enfermedad me había dicho a mí mismo que me quitaría la vida en cuanto ella me faltara. La Carabina Mannlicher fue una adquisición que hicimos en Austria, en una pequeña localidad llamada Ohlsdorf. Fue allí donde ella se enamoró de la carabina y la compramos y la trajimos como recuerdo. Le dije que la carabina era ideal para quitarse la vida y le prometí que cuando ella me faltara me quitaría la vida con esa arma. Desde entonces la habíamos tenido totalmente olvidada, pero ese día en que ella me faltó, la carabina se me vino al pensamiento y la busqué durante todo el día y una vez encontrada me acordé de las palabras que le dije en la puerta de la tienda de aquella pequeña localidad de Austria llamada Ohlsdorf. Tomé de nuevo la Carabina Mannlicher y puse el cañón en mi cabeza pero, otra vez, no me atreví a apretar el gatillo. Ella estaba muerta, cierto, sus cavidades oculares tomaban un color violáceo y sus manos también. Abrí la ventana y entró la luz de la mañana. Ella tomó un color aún más pálido y su mano un color lívido y frío. Sólo quedaba hacer preparativos para deshacerse de aquel cuerpo que estaba sobre la cama y empezar lo que llaman una nueva vida o afrontar la vida, desde aquel momento, de otra forma, otra perspectiva. Tomé el cuerpo y lo abracé con fuerza, dejando mis fuerzas y mis lágrimas sobre ella.


El gesto

La muerte de mi padre era ya algo público. Él lo sabía y me lo dijo un día: Se producirá en un plazo breve. Los médicos le habían engañado, pero él sentía crecer la muerte dentro de su cuerpo. Le habían engañado diciéndole que podía mejorar en cuestión de unas semanas. Los médicos me habían dicho que no tenía salvación, pero que estaban esperando para decírselo a él, ya que si lo hacían ahora podría repercutir desfavorablemente en el paciente, así que esperaban hasta que no hubiera más remedio, para no acelerar el crecimiento de muerte en el paciente, pero mi padre me llamó un día a su habitación y me dijo que moriría en un plazo breve. Yo también lo sabía, por intuición, antes de que los doctores me dieran el pronóstico mortal. Yo también sabía que aquel hombre moriría en un plazo breve. Se notaba en su cuerpo decrépito el crecimiento de la muerte. Los médicos me dijeron que era conveniente esperar para decírselo. Los médicos no le dijeron nada y murió un día en que esperábamos que muriera, porque todos los días esperábamos su muerte. Un día en que ya se dejó ganar por la muerte. No fue una sorpresa para nadie y murió dentro del plazo en que se esperaba su muerte. Él, ya antes de que los médicos hablaran conmigo, me había dicho que se notaba crecer la muerte en el cuerpo, como una flor abriéndosele en el vientre y que moriría en un plazo breve. A saber si su pensamiento había medido la longitud del plazo, si la conciencia de un enfermo de su tipo está en condiciones de medir y, si le fuera posible, a qué llama breve, si a días, horas o meses. Tenía en casa todo preparado para la ceremonia del entierro y esos preparativos se habían ido desarrollando paralelamente al crecimiento de muerte en el cuerpo de mi padre. Estaba todo previsto cuando murió. Todo encajó perfectamente. Estaba solo con él cuando llegaron sus dos hermanas y los maridos de éstas. Fue enterrado en presencia de este cortejo familiar, mis dos tías y sus respectivos maridos. Graves. Maridos graves y mis dos tías, hermanas de mi padre, ese fue el acompañamiento final. Ellas también habían sabido que la muerte de su hermano era inminente y la esperaban desde sus casas acompañadas de sus maridos y cuando se produjo la muerte vinieron a casa los cuatro y dejaron olvidadas algunas lágrimas y olvidados algunos suspiros. Tuve que ir al día siguiente a sus casas para devolverle a cada uno esos suspiros y lágrimas porque me era imposible conciliar el sueño sabiendo que aún estaban allí, en casa, olvidados. Era algo insoportable, eran insoportables esos suspiros y lágrimas olvidados. Fui y se los devolví. Era toda la familia que tenía mi padre, sus dos hermanas, con las que siempre mantuvo un contacto frío, distante. Mi hermana hacía años que estaba en Londres, nada sabíamos de ella. Les dije en el entierro que él había presentido su muerte y ellas me dijeron que había muerto un día en el que todos esperábamos su muerte. Ese fue el único comentario que sostuve con mis tías. Fue enterrado por la tarde, antes de la puesta de sol. Oscurecía cuando tomamos el camino de regreso a casa. Eso sí fue patético. Ese atardecer con algunas nubes de tormenta. Un atardecer precipitado hacia la noche a causa de esas nubes de tormenta y se hizo una tarde plomiza y patética. Fue lo más triste, el regreso a casa al atardecer, dejando la tumba a mi espalda. El cementerio quedó lejos, a mi espalda, bajo esa tarde plomiza que amenazaba lluvia. Sí, fue lo más triste. Todo quedaba a la espalda. Fue oscureciendo a mi espalda y el cementerio quedó sumido en un tormentoso clímax de atardecer sombrío y amenazante de lluvia, siempre a mi espalda. Yo regresaba solo, bajo un cielo gris y envolvente. La tumba debió quedar sumida en aquel ambiente de tarde tormentosa, gris y plomiza, de lluvia amenazante. Era patético ese atardecer cuando me alejaba solo, camino de regreso a casa. Mis tías se fueron en sus coches con sus maridos graves y pronto ya habían desaparecido. Cuando llegué a casa había empezado a llover. Llovía torrencialmente, gotas gruesas que habían esperado justo el momento en que abriese la puerta de la casa. En ese momento en que giraba la llave, ya introducida en la cerradura, empezó a llover, ya digo, de forma torrencial. Algunas gotas cayeron sobre mi espalda, sobre el abrigo gris. Noté cómo tomaban contacto con el abrigo, mientras giraba la llave en la cerradura. Fue sólo un momento, el tiempo de girar la llave y empujar la puerta hacia dentro, que se resistió un poco ya que estaba hinchada por la humedad, siempre olvido agarrar la hoja que queda fija y empujar hacia dentro la otra, así que en ese espacio de tiempo la lluvia golpeó mi espalda de forma violenta, de forma violenta reaccioné también al sentir las gotas sobre el abrigo y giré la llave más aprisa y empujé la hoja que se abate y tras un forcejeo, evitable si al empujar la hoja abatible hubiera agarrado la hoja fija, la puerta cedió. Una vez dentro, la lluvia caía con toda intensidad. Hacía un ruido suave a pesar de ser tan violenta la caída de gotas sobre el tejado y el pavimento. Sobre los cristales el sonido cambiaba, era más agudo. La tarde se había oscurecido por completo y tuve que encender la lámpara. La habitación se iluminó y la ausencia de mi padre quedó expuesta en toda su crudeza. Era totalmente cierta su muerte. Los rincones de la casa rezumaban ausencia. Me sentía profundamente triste, ahora mismo podría transportar esa tristeza al papel ya que la siento como en aquella tarde lluviosa. Profunda tristeza. Me hacía un hueco en el vientre y la ausencia se hacía insostenible y la lluvia agrandaba el hueco en mi estómago, lo hacía más grande, hasta llenar toda la habitación y agrandarla. Henchida de tristeza, irremediable tristeza que se esparce por la habitación llenándola y agrandándola hasta hacerla insostenible. A la mañana siguiente tomé un avión y me fui a los Balcanes, en Bulgaria. Fue una decisión rápida y contundente. El avión me llevó primero a París y desde allí a Bulgaria, al Valle de las Rosas. Fui al Valle de las Rosas para conseguir un ramillete de rosas de ese valle. Son rosas especiales, únicas en el mundo. Sólo allí se cultivan esas rosas y son rosas destinadas a hacer perfume, un perfume carísimo y mi intención fue comprar un ramo de rosas, carísimas, y traerlas hasta la tumba de mi padre. Así que fue una decisión tajante: fui por rosas al Valle de las Rosas, en Bulgaria, y tomé el avión, primero hasta París y luego hasta Bulgaria, hasta el centro de Bulgaria. Las rosas oleaginosas del Valle de las Rosas son únicas y su aceite único y el perfume que se extrae de ellas único. Era todo único. Kilómetros y kilómetros cultivados de rosas, valles llenos de rosas. Era el mes de mayo y estaban a punto de recogerlas. Un campesino cultivador de rosas me vendió un ramillete de rosas por un precio elevadísimo, pero según él me salían baratas. Se necesitan 30.000 kg para 12 litros de perfume de rosas del Valle de las Rosas y él se jactaba de su parcela y de sus rosas y de su familia y de sus antepasados y se jactaba de venderme rosas por un precio, según él, tan ridículo. Su familia salió a la puerta de la casa para ver cómo el campesino cultivador de rosas me vendía un ramillete de rosas. Compré las rosas y me fui casi sin despedirme, fui bastante hosco, pero su familia, desde la puerta, me despedía con la mano, alzando la mano y moviéndola de izquierda a derecha. Me decían adiós y yo me fui con un ramillete de rosas oleaginosas. Tomé un avión hasta París y desde allí otro hasta Málaga. Fue rápido, los aviones son rápidos y las rosas olían de forma especial. Hice cien kilómetros en taxi hasta el cementerio y puse las rosas del Valle de las Rosas sobre la tumba de mi padre, sobre las letras grabadas en el mármol, su nombre, etc. Había llegado a la calma necesaria y con las flores adecuadas y con esa calma estuve en el cementerio y fueron las rosas las que me tranquilizaron después de un viaje lleno de nervios. Las rosas me dieron, nada más bajar del taxi, una tranquilidad insospechada. Las deposité sobre el mármol frío. Eran las rosas más preciadas, las idóneas para posar sobre la tumba de mi padre.



English Applepie

Estaba sentado en el escalón de la puerta que da al patio, mirando los efectos de los rayos del sol sobre las plantas, sobre los hierros, sobre los plásticos y sobre todo sobre las piedras de mar, de la playa, piedras de la playa que hay en el patio. Tenía que levantarme y empezar a trabajar. Ya estaba muy avanzada la mañana y aún no había empezado a trabajar. El sol también daba sobre mi cabeza y me estaba dilatando como un chicle. No sólo mi físico, también mi voluntad. Mi voluntad se estaba dilatando como un chicle, pegajosa. Estaba por los suelos, dilatada por el sol y pegada al cemento y sólo después de varias horas, cuando el sol se ocultó tras un pequeño tejado de fibra de vidrio que hace las veces de techo de invernadero, sólo entonces pude ir despegando mi voluntad lentamente. Mi voluntad, antes dilatada sobre el cemento, ahora empezaba a comprimirse y a ser llevadera, a ser, quizás, algo gaseosa, como yo siempre me he imaginado que son los sentimientos. Noté un poco de frío y me levanté. El frío hizo que levantara, ese frío que aparece cuando el sol desaparece, ese frío de las zonas costeras, zonas marítimas y zonas de levante. Crucé el patio y llegué al taller y me dije que tenía que empezar a trabajar, ahora que mi voluntad no estaba dilatada. Me dispuse a buscarla y no la encontré. Antes, sentado al sol, la notaba, casi podía tocarla, pero ahora, dentro del taller, no estaba, no la encontraba. Tuve que sentarme en un taburete porque me sentí cansado. Mis miembros, mis extremidades, estaban relajados, mis brazos caídos hacia el suelo y mi cabeza caída hacia adelante, mi cuello formando la curva que el peso de la cabeza le exigía. Me senté en el taburete porque mis piernas, mis extremidades inferiores, ya no podían sostenerme, porque dudaban de poder mantenerse durante mucho tiempo perpendiculares al suelo embaldosado del taller. El techo del taller también es de fibra de vidrio y empecé a sentir calor, pero no me desagradaba, sólo en ese momento me di cuenta de un dolor de cabeza nada despreciable. Seguí pensando en el trabajo, en la necesidad d empezar a trabajar, pero pronto lo dejé, al darme cuenta de lo imposible que me resultaría mover brazos, cabeza, piernas y la dificultad añadida de poder ordenar pensamientos. Me sentía inútil. En aquel momento era un objeto inservible. Era un cuerpo sin resortes. Estuve sentado algún tiempo, inútil para el trabajo, mirando reflejos de rayos de sol sobre piedras y luego sentado en un taburete, inservible, sin la voluntad necesaria para levantarme y empezar a trabajar. Una vez que asumí mi imposibilidad para trabajar esa avanzada mañana, me levanté, mejor, levanté todo el peso de mi cuerpo y lo moví como si de una maquinaria pesada se tratara. ¿Mi voluntad? ¿Aquello era una prueba de su existencia? No sé. Ya no pensaba cuando me levanté. Me levantó un resorte que no sé de dónde vino, apareció de pronto: un resorte descarriado me levantó y salí a la calle. Subí al coche y lo puse en marcha, en dirección a casa. Era cierto que no era el único que conducía, otros también lo hacían. En dirección contraria y en mi misma dirección. Seguro que cansados de su trabajo y en dirección a casa, como yo. En principio, cogí el coche y lo conduje con la intención de llegar a casa, pero cuando me di cuenta estaba sentado en una plaza de Gibraltar tomando té con un trozo de tarta de manzana. Era un trozo de tarta de manzana inglesa. La camarera me había preguntado qué iba a tomar y le dije que un té con un trozo de tarta de manzana y ella guardó un pequeño bloc, en el que había anotado el pedido, en el bolsillo de su delantal blanco y se introdujo en el establecimiento. Pude verla, pude ver cómo se acercaba a la barra y hacía mi pedido y luego pude ver cómo me lo traía. Lo colocó todo sobre la mesa, una mesa que estaba bajo una sombrilla. Lo puso todo con cuidado sobre la mesa y dejó, por último, una notita con el precio y se marchó. Me quedé solo ante la merienda. Había pedido té con limón y canela y, efectivamente, abrí la tetera y encontré un trozo de limón y un palo escarchado de canela en la superficie. Estaba allí, sentado ante la merienda, en una plaza de Gibraltar, en una mesita con sombrilla, al atardecer. Me abroché la cazadora porque sentí frío, por eso fue, quizás estaba enfermo. No era el primer día en que no pude trabajar a causa de mi falta o pérdida de voluntad, mañana tras mañana había ido pasando lo mismo: llegaba al taller y me sentaba en el taburete sin poder moverme y luego, en un esfuerzo inconsciente, me levantaba y acababa sentado en algún sitio tomando té, o cualquier otra cosa. Mi voluntad se había perdido en quién sabe qué páramos y ahora era lo que llaman un inútil, consciente, un inútil consciente de su inutilidad. Vegetaba a través de los días y movía mi cuerpo de aquí para allá, sin darle un sentido a esos movimientos y era consciente de la importancia de aquellos días sin trabajar, de los peligros que podían traerme esos días no trabajados. Sin embargo, no ponía remedio a mi pereza y vagaba esperando esperar algo. No me comí todo el trozo de tarta de manzana inglesa, aunque estaba buena, sí todo el té, me bebí todo el té, bajo la sombrilla, todo lo hice bajo la sombrilla. Miré a mi izquierda y vi el nombre de la plaza: Governors Parade. Miré al frente y el cartel indicaba: Pat´s Pantry. Era el nombre del establecimiento y el mismo nombre en los posavasos y en las servilletas y en las sombrillas. Me sentía descolocado, perdido, con la necesidad de orientarme hacia algún lugar concreto y no dejar ese rumbo. Así que puse el dinero sobre la mesa y levanté mi pesado cuerpo de hombre sin voluntad, pero aún con ese mínimo de voluntad, ese mínimo que hacía posible el levantamiento, el desplazamiento. Razonaba de forma anodina y elemental. Pronto estuve otra vez ante el volante de mi coche y ahora también venían otros en distintas direcciones y en mi misma dirección. Refrescaba y noté algo de agilidad en mi cuerpo. No supe el momento en el que se había introducido, la agilidad, pero ya notaba cómo iba tomando posesión de mis brazos y piernas. La agilidad se instalaba poco a poco en mi cuerpo. Mi pie derecho presionó el acelerador y una bocanada de aire fresco entró por la ventanilla. Una brusquedad inmensa y a continuación la desaparición de todo. Ahora estoy en el hospital y sólo leo libros de Thomas Bernhard.



La orina

Aunque no había dormido bien durante la noche, aquella mañana me desperté con agilidad, fresco el pensamiento. Era tiempo de invierno y la ventana había estado toda la noche abierta. Como siempre hago, no intenté recordar los sueños que había tenido, siempre los olvido, los olvido ya de forma sistemática, no quiero saber nada del mundo de los sueños. Puse los pies en el suelo, fresco, y automáticamente los sueños quedaron sepultados entre las sábanas. Siempre intenta salir y siempre visualizo alguna escena del sueño, pero bajo un telón negro sobre ese escenario de los sueños mientras siento el frescor del suelo en la planta de mis pies. El frescor me sube hasta los hombros, pero esa mañana estaba dispuesto a levantarme y no volver a la cama como otros días. Me levantaba, ponía los pies en el suelo y volvía a meterme bajo la manta hasta el mediodía. Pero esa mañana no; me levanté y me vestí. Rápido. Tenía agilidad, la agilidad hacía tiempo perdida. Aquella mañana fue la del reencuentro con la agilidad que en mi juventud tanto me acompañaba. Una diferencia. Noté una diferencia con respecto a la agilidad de juventud. Mi agilidad actual estaba exenta de ilusión. No por eso dejaba de ser verdadera, supongo que tanto como la primera. Yo estaba vestido y ágil. Estaba de pie, en posición vertical a hora tan temprana. Estaba amaneciendo y el reloj no pasaba de las ocho y ese frescor era tan cierto como mi agilidad juvenil y mi agilidad de esa mañana. Las calles aún estaban agradablemente vacías y anduve por ellas. Cierto era que no llevaba una dirección premeditada. Algunas calles eran largas y otras cortas y la selección se basaba en que la brisa fresca me diera en la cara. Dejé completa libertad a mi agilidad y ella me llevaba a su antojo. Miré escaparates, los que tenían las persianas subidas. Los artículos a la venta me interesaban o no por su forma, su geometría, diseño y así seleccionaba aquellos que más me gustaban. Me quedaba con el artículo más atractivo, desde mi punto de vista, y no pensaba comprarlo, pero los seleccionaba y hacía incluso una tabla de preferencias. Aquel primero por su etiqueta, aquel otro por su volumen, el de más acá por su utilidad o inutilidad quedaba en tercer lugar. En algunos escaparates me detenía más tiempo que en otros, y en algunos vi cómo el dependiente hacía preparativos para abrir la tienda. Entonces pasé a observar al dependiente. Se movía también con agilidad, quizás era lunes. Él me miraba y se daba cuenta de mi descaro al mirarlo. Lo miraba sin parpadear, como una jirafa, y seguía su trayectoria por la tienda sin quitarle ojo de encima. Él estaba, después de unos segundos, ya incómodo, pero yo insistía, no lo perdía de vista ni un segundo, lo observaba, no sólo lo que hacía referente a sus preparativos de apertura de la tienda sino también las reacciones que surgían de él al sentirse observado. Por fin abrió la puerta de la tienda y yo cansado me alejé. Volví la vista hacia atrás y lo vi en la puerta de su tienda, mirando cómo me marchaba. En el siguiente escaparate que me detuve, el dependiente era mujer y también la observé y ella también se sintió observada, pero la reacción fue distinta: ella disimuló no sentirse observada, pavoneándose tras el mostrador y también fuera del mostrador, como una imbécil, a plena vista. Seguí el mismo método: no dejar de mirar ni un segundo y al final ella también se sintió incómoda porque ya era excesivo mi descaro. Una vez que la vi totalmente incómoda me alejé. Esta vez también miré hacia atrás y ella salió a la puerta, observándome. Había empezado a poblarse las calles y ahora había que tener una mínima precaución para no tropezar con alguien. Me encontraba en una calle peatonal. El centro comercial de la ciudad y toda la calle repleta de establecimientos y dentro dependientes y dependientas. Los observé a todos, porque todos tenían ya las persianas subidas. Y todos los dependientes y dependientas salieron a la puerta de su establecimiento para observar como se alejaba el descarado. Y todos se sintieron incómodos por mi descaro al mirarlos. Terminado el juego de la observación mi agilidad seguía intacta. Aún estaba dispuesto a dejarme llevar por ella y ella me llevó a un barrio periférico donde nunca estuve antes. Un barrio repleto de papelerías en las que se vendían revistas del corazón, cómics y caramelos y había una en cada esquina y siempre en cada esquina una papelera rebosando papeles y envoltorios. Era un barrio donde el papel dominaba y se consumían grandes cantidades de revistas, tanto como decoración de las aceras como para ser leídas. Las revistas eran protagonistas en ese barrio. Fotonovelas también. Mujeres jóvenes salían de esos establecimientos ojeando fotonovelas y niños con los bolsillos llenos de caramelos y tiraban al suelo el envoltorio y las papeleras llenas a rebosar. El viento, suave, los traía y los llevaba. Y lo mismo un envoltorio estaba ahora aquí que al momento diez metros más adelante y luego más atrás, etc. Mi cuerpo no producía sombra. Mi cuerpo, aún ágil, se desplazaba justo debajo del sol y recorrí aquel barrio y llegué a las afueras, donde todo era campo, árboles y arbustos, lugares muy extraños. Un lugar sin sentido se extendía ante mis ojos y se prolongaba más allá de lo comprensible. Di media vuelta y penetré de nuevo en la ciudad, me refugié en la ciudad. Aún los papeles y envoltorios se desplazaban. Hubiera podido andar sin parar a campo traviesa, pero un golpe de suerte me devolvió a la ciudad y ahora otra vez en las calles, gente que sale y entra por rectángulos, desaparecen y vuelven a la luz con una revista bajo el brazo, las esquivas y todo marcha bien. No tiene lugar el contacto si estás alerta y todo marcha bien. Desplazar el cuerpo por una ciudad sin ni siquiera rozar otro cuerpo es tarea ardua, pero sólo estando alerta es fácil de conseguir. Mi agilidad de ese día me permitió andar por las calles con la mayor tranquilidad y eficacia, aún con los ojos cerrados no hubiera rozado un cuerpo ese día. Los barrios periféricos se sucedieron uno tras otro y ya al atardecer volví al centro. Tuve que luchar contra mi propia agilidad, que me llevaba a un ritmo desorbitado por calles y calles. Mi agilidad siempre vencía y mi cuerpo se disparaba atravesando el aire, muy a pesar de mis pensamientos que eran moderados en cuanto a la velocidad que debía mantener el cuerpo. Siempre van las acciones más allá de los pensamientos y éstos por delante siempre de los estados de ánimo. En el centro ya no pude detenerme ante los escaparates. Pensaba en la conveniencia de ir despacio, pero la inercia de mi agilidad se prolongaba. Anocheció y puse rumbo a casa. Tenía ganas de orinar pero pensé dejarlo para cuando llegara a casa. Ya era noche cerrada. Noche de invierno pero no fría, no era una noche de invierno fría. Mi agilidad me protegía del frío, para mí no era fría, quizás era fría pero la agilidad me protegía. Lo que estaba fuera de dudas era la cerrada oscuridad sobre la ciudad, a esto se llama noche cerrada. Caminaba ya hacia casa y aligeré el paso, ahora sin intenciones de corregir ni moderar mi velocidad, deseando llegar para orinar. Doblé una esquina y allá al fondo de la calle se veía mi portal junto a la única farola encendida. Algunas sombras se cruzaron en mi camino y tuve miedo de morir antes de llegar a casa, de ser atacado y muerto. Mi mayor preocupación era la orina. Morir es un accidente irremediable, pero esa noche, al ser atacado y muerto, la orina empaparía el pantalón y mi aspecto aún siendo imaginado me era insoportable. Mi agilidad sufrió un incremento y el temor de ser encontrado en un charco de orina llenó de intranquilidad todo mi ser. La muerte la tenía asumida, no me importaba morir aquella noche, ahora toda mi atención se centraba en cómo dominar la orina en el momento clave, quizás al penetrar una hoja de acero en el vientre, en la garganta, en mi ojo marrón, quizás un disparo en el corazón, y en ese instante un segundo de lucidez para controlar la orina y luego dejarse llevar. Aún faltaban unos metros para llegar al portal, los hice corriendo y nervioso, abrí y entré en el edificio, estuve unos segundos apoyando la espalda en la puerta cerrada. Aún mi agilidad no me había abandonado, pero en el primer escalón me di cuenta de que empezaba su declive. Los últimos escalones los subí a cuatro patas. Sentado junto a la puerta hurgué en mis bolsillos y encontré las llaves. introduje la llave en la cerradura y la puerta cedió a la presión de mi hombro. Arrastrándome llegué a la cama. Escalé su parte frontal, trayendo hacia mí sábanas y mantas, y una vez en la superficie plana ya no tuve fuerzas ni para el pensamiento, que se desvaneció. Lo último que recuerdo es un calor húmedo en mi bajo vientre y una inmensa tranquilidad poblando cada músculo de mi cuerpo.



En un estado permanente de engaño

Hay músicos que creen hacer música, pero sólo son verdugos de sus propios instrumentos. Por eso todos mis discos fueron a la basura. Algunos a la basura, otros fueron proyectados desde mi balcón hacia el exterior. Se estrellaban en las azoteas vecinas, uno entró por una ventana y los demás cayeron a la calle y fueron rotos por ruedas de coches. Ninguno hizo impacto en cuerpo humano. Esos cuerpos que aparecen pequeños allá abajo, sobre las aceras, esos cuerpos que van engañados en direcciones engañosas no tuvieron la suerte del impacto de un disco en su cara, un corte en la cara o un corte en la yugular. Esos cuerpos que sólo merecen ser seccionados por discos que se lanzan desde los balcones, porque lo que contienen, esos cuerpos, no es más que el engaño de unos llamados músicos que lo único que hacen es maltratar instrumentos. Los músicos, junto a los maestros, junto a los médicos, a los políticos, militares, etc., sólo viven engañados, dentro del engaño, y no sólo viven engañados, sino que propagan el engaño a todos los demás, se empeñan en vender sus discos al mayor número posible de pequeños cuerpos humanos que circulan en direcciones equivocadas. Viven con conceptos engañosos y los aplican con la mayor frialdad y con la mayor frialdad se acuestan después de todo un día de engaño. Esos cuerpos humanos que desde mi balcón veo, sólo son portadores de conceptos engañosos, esos cuerpos digo, no tuvieron la suerte de ser seccionados por mis discos. Cualquiera de ellos podría ser mi asesino, cualquiera de ellos puede ser el que me apuñale en una noche oscura, nunca en una noche clara porque no sólo están engañados sino que son tan cobardes como yo. Cierro la puerta que da al balcón y veo las estanterías ahora vacías, los discos habían ocupado parte muy importante en mi vida, pero ahora los discos han sido excluidos de mi vida. Estanterías vacías. Ir despojándome de todo hasta que los compartimentos de todo mi cuerpo queden vacíos. Engañado por los músicos durante tanto tiempo, siempre en un estado permanente de engaño. Oyendo las variaciones engañosas y en esas variaciones engañosas siempre vertidos conceptos engañosos con los que he vivido, amado, despreciado y me he dejado engañar no sólo por músicos, sino por todo y por todos. Siempre en un estado permanente de engaño, y aún ahora, después de haberme deshecho de los discos, mi estado no ha cambiado, sigo con esos conceptos engañosos y sólo me queda asomarme al balcón y despreciar esos pequeños cuerpos humanos. Esos pequeños cuerpos humanos que alimentan mi desprecio, a ellos les debo todo, sin ellos mis discos aún estarían en las estanterías y sin ellos mi balcón sería un desierto total, la ausencia de todo cuanto genera un resquicio de vida en mí. Me asomo al balcón y veo que ellos lo sostienen; con sus cuerpos sostienen mi balcón que caería al vacío y se perdería allá al fondo, sin ellos. Esos cuerpos humanos son las columnas que sostienen mi balcón. Recogí los discos de la basura y los lancé desde el balcón. De nuevo ningún impacto en cuerpo humano, sólo miradas de asombro hacia mi persona. Durante tanto tiempo inyectándome con la música de esos discos. Durante tanto tiempo recibiendo sólo miradas de asombro y desprecio hacia mí. Los discos y las miradas, partes del engaño. Llaman a la puerta. Pienso que es una equivocación, una equivocación por parte de un desconocido. Alguien busca, pienso, a otra persona. Yo no estoy disponible y sólo tengo el tiempo preciso para abrir la puerta y decirle en su cara que estoy ocupado. Abro la puerta y veo un rostro humano seguido de un cuerpo también humano. No pude cerrar la puerta en sus narices. Era un perfecto desconocido y nada más verle desconfié de él. Mi primer propósito fue mentir, mentirle en todo. Mi estrategia se formuló en un segundo: primero equilibrar y luego desequilibrar. Me dijo su nombre y extendió su mano, cuánta facilidad para dar, pensé, yo no dije mi nombre ni extendí mi mano. Ahora sí, cerré la puerta en sus narices. Brusco, fui brusco, pero no tanto como se merecía. Tenía el aspecto de un músico y su voz era aflautada. Sin duda, un hombre engañado. Un hombre en un estado permanente de engaño. Le habían dado una dirección engañosa. Alguien le engañó y su cara de músico apareció tras la puerta y luego desapareció con el cierre brusco de la puerta. Mis discos fueron lanzados a la calle para ese tipo de personas, para él y para su yugular. Ahora miro el espacio que ha quedado en las estanterías. Mis discos no están. Me voy quedando vacío por el camino. Veo, ahora, un trozo de pared blanca donde antes veía discos. Ese color blanco es el color que buscaba, me pregunto. Estoy atento. Si oigo de nuevo el timbre ya no abriré la puerta. No quiero ver el rostro engañado que asoma por la mínima abertura de la puerta que le concedo. Nunca abro la puerta de par en par, sólo un poco, con eso basta. Doy la impresión de un hombre desconfiado y eso es lo que soy, luego doy la impresión de un hombre mal educado y más tarde cierro la puerta bruscamente y el hombrecillo queda al otro lado, engañado. Paso al salón y miro las estanterías. Salgo de nuevo al balcón y el sol hace una raya en la pared del edificio de enfrente; miro hacia la calle y todos esos cuerpos humanos se sienten engañados, me pregunto. En el salón de nuevo. Me acerco a las estanterías y tomo un disco entre mis manos. Ahora suena y me siento de nuevo engañado. Mentir, todo es engaño, porque aún conservo todos mis discos.



La nota

Nunca encuentro nada en mi buzón. Entro en el edificio y a mi derecha están todos los buzones, ocho buzones de ocho viviendas. Buzones grises y cartelitos con nombres. Mi buzón también con nombre. Abro el buzón una vez al día, los días que salgo de casa. Nunca encuentro nada, excepto el recibo de la luz, del agua, etc. Pero siempre, cada día que salgo de casa, hago la operación de desplazarme hacia la derecha y abrir la portezuela de ese buzón gris que no contiene nada. Una operación mecánica: giro el cuerpo, alzo la mano, chirrido de la portezuela, tomo el camino hacia las escaleras y el buzón queda a mi espalda. Noto la presencia de ese cubículo metálico a mi espalda. El buzón. Día tras día el buzón queda vacío a mi espalda y noto su presencia a mi espalda, mientras emprendo la subida. Escalones que me alejan del buzón vacío y gris. Algún día encuentro el recibo de la luz, otro el recibo del agua, esta mañana una nota escrita en una cartulina rectangular con un rotulador negro. Cartulina blanca, rotulador negro. Una bonita grafía que dice soy un viejo amigo que te convoca a una reunión en mi casa, en mi cuarto, encerrado con un solo acompañante durante veinticuatro horas, oyendo música. No podrás comer, sólo beber y fumar. La nota lleva una fecha para la cita está firmada, todo con una grafía bonita. Recojo la nota y emprendo la subida. Atrás queda el buzón gris y vacío. Noto el vacío del buzón a mi espalda y la aspereza de la cartulina en mi mano. A la mañana siguiente, muy temprano, me levanté dispuesto a acudir a la reunión. Ausencia de valoración sobre el acontecimiento. Me levanté y tomé el camino que me llevara a la reunión. No hice ningún comentario interior. Una reunión de veinticuatro horas y me dispuse a acudir. Estaba totalmente sereno, peligrosamente sereno diría yo, me dije. Ninguna valoración sobre el acontecimiento, sólo una actitud decidida a acudir a la reunión. La nota no daba muchas explicaciones. Yo la llevaba, al salir de casa, en la mano, como tarjeta de presentación. Aunque ya no recordaba, perdida en el tiempo, mi última aventura de este tipo, ahora ninguna valoración sobre el acontecimiento. Esperé la llegada del autobús frente a mi casa, un par de paquetes de tabaco y encendí un cigarrillo cuando el autobús se puso en marcha. Todos los asientos vacíos, excepto el del conductor y el mío; un par de paquetes en el bolsillo y una dirección a la que acudir. Recordaba bien las caras de aquellos con los que me iba a encontrar y pasaban por mi mente ensombrecidas primero y más nítidas a medida que me esforzaba en recordar. Terminé el cigarro y ya tenía perfectamente localizados en mi memoria los rostros y el lugar, el lugar también. Me dirigía en autobús hacia una reunión sin hacer una valoración previa. El autobús se detuvo en su última parada. Bajé y tomé un café en aquella cafetería que apareció frente a mí cuando se abrieron, de par en par, las puertas del autobús. A pocas manzanas de allí se encontraba el lugar de la cita y, ahora sí, ahora, mientras sorbía el último sorbo de café, apareció la duda y pensé en la conveniencia de acudir a esa cita. Saqué la cartulina blanca, rotulada con rotulador negro y le pedí explicaciones, a la tarjeta, sobre el acontecimiento. Hasta la cafetería ninguna valoración del acontecimiento, pero tras el último sorbo de café todo cambió. Recordé el cuarto en el que celebrábamos las reuniones y pensé en ese cuarto como el cuarto en el que se produciría la reunión prevista. Un desconocido frente a mí. El cenicero pronto rebosando colillas, y la música. El desfallecimiento por falta de alimento y la opresión de paredes, techo y suelo durante las últimas horas de la reunión. Solos, los dos solos, soportándonos durante veinticuatro horas. La música repetitiva y desesperante de cualquier músico engañado y no sólo engañado sino en un estado permanente de engaño y no sólo el músico, su música, paredes, techo y suelo, sino también el desconocido frente a mí y lo peor, yo mismo, soportándome durante veinticuatro horas en un estado próximo a la desesperación, quizá desesperado en las últimas horas de la reunión. Ventanas y puertas cerradas y la desesperante agonía que puede llevarme a la locura y al asesinato, a la muerte propia o a ser asesinado, varias combinaciones, al borde de un estado de desesperación, olvidada ya toda calma en las últimas horas de la reunión. El control del aparato de música fuera de nuestro alcance, el control, en las últimas horas de la reunión, fuera de nuestro alcance. El otro, atosigado y atosigante, un ser humano contagiado y contagiante. Aborreciéndonos desde el principio, tratando de atormentar y consiguiéndolo desde el inicio, un ser al borde de la deshumanización más radical, matando incluso y siendo receptor de las más despiadadas humanidades por mi parte. Cigarros. Me faltan cigarros en las últimas horas de la reunión. Estrujo el envoltorio de mi segundo paquete de tabaco ya consumido y rebusco en el cenicero colillas manchadas de ceniza, encendiendo colillas con sabor a ceniza amarga y fumo unos segundos. Parte de la desesperación queda aplacada. Las colillas rebosan el cenicero y la petaca de plata ya está vacía, tumbada sobre la mesa. La música sigue, fuera de nuestro control y el cenicero rebosa colillas y ceniza y la petaca de plata repujada no contiene ya nada. Entra algo de luz del día por la ventana, por los resquicios de la ventana. Son las últimas horas de la reunión y mi compañero ha dejado caer su cabeza sobre la tabla de la mesa. Una cabeza abominable, cabeza de hippy abominable, cabeza para una mañana de guillotina. Ahora apago la luz y queda el cuarto en una penumbra de amanecer. Me siento y su cabeza se mueve. En esas horas últimas de la reunión la tortura ya forma parte de la habitación y mi cuerpo es un insecto que se ha adecuado a lo tóxico y ya la cabeza es incluso soportable en estas últimas horas de la reunión. Pido otro café y el camarero me sirve otro café. Ahora pienso en la reunión y en la conveniencia de acudir a ella. Ya tengo localizado el cuarto en el que se producirá el encuentro. Mi mente vuelve a esas últimas horas en las que, pienso, todo será desesperante. Tomo un último sorbo de café y salgo. Frente a mí está el autobús con sus puertas abiertas de par en par. Tomo el autobús y regreso a casa. Pienso en las últimas horas de la reunión y en la desesperación de ese ser humano que ha quedado agotado después de veinticuatro horas soportando la desesperante presencia del otro. Ahora levanta su cabeza y la presencia del otro le alivia porque sus sueños han sido más terroríficos aún, pero la mirada de su contrincante le hace dudar y se aleja de nuevo hacia sus sueños. Ya entra alguna luz del amanecer. En mis bolsillos quedan dos paquetes de tabaco y regreso a casa. Ese hombre vencido por la desesperación aún debe tener su cabeza posada sobre la tabla de madera de la mesa. Sí. Su cabeza dormida sobre la mesa. Sí. Es todo lo que queda después de veinticuatro horas de desesperante tortura ante el otro. Sí. Bajo el peso desesperante de la presencia del otro. Mi mente vuelve a esos momentos últimos de la reunión, cuando ya me encuentro a salvo, camino de casa. Atravesé el portal y a mi derecha quedan los buzones grises. Sólo encuentro el vacío en mi buzón y lo dejo a mi espalda. Cierro el buzón y noto su presencia gris a mi espalda. El buzón. Su color gris.



Estar en casa

He dejado una habitación totalmente vacía. La alfombra beige del salón la pondré en la habitación vacía. Una mesa y la alfombra beige será todo lo que contenga esa habitación. Las paredes las pintaré de blanco, odio este color crema de ahora Una mesa en la que escribir. En ella escribiré y dejaré reposar lo escrito, un tiempo; lo dejo reposar y al cabo del tiempo vuelvo sobre él, lo leo y hago valoraciones. La forma de la habitación es alargada, tiene una sola ventana que siempre está cerrada y eso hace que un olor espeso flote en el recinto, sin embargo, la alfombra me permite andar descalzo por la habitación y hago que mi vista se pierda en el blanco de las paredes. Estar en casa se ha vuelto mi forma más común de vida. Ando sobre la alfombra descalzo y respiro y respiro el aire cargado de la habitación. Estar en casa significa desplazamiento del cuerpo sobre la alfombra beige, escribir sobre la mesa de madera y leer trabajos que han estado un tiempo en reposo. Suena el timbre de la puerta y no abro. Estar en casa sin perturbaciones, sin dar cabida a extraños, porque todos son extraños, sin excepción. Sólo cuando estoy en casa tengo esa sensación de alejamiento, necesaria para coger la pluma y escribir en mi mesa de madera, sabiendo que esa mesa está en un cuarto vacío, sólo alfombra y mesa. Las llamadas a la puerta las ignoro y evito encontrarme con un extraño y con sus extraños mensajes que lo único que hacen es perturbar mi trabajo, contaminarlo, interrumpirlo y no abro la puerta, me quedo sentado en mi cuarto vacío y se aleja aún sabiendo que estoy dentro y que deliberadamente me despreocupo de él. Tengo un flexo luz azul que esparce un cono de luz sobre la mesa de madera y sobre parte de la alfombra. Me concentro cuando estoy en casa y siempre recurro al cuarto en el que sólo hay una mesa de madera y una alfombra beige. A él acudo y estar en casa es mi forma habitual de pasar el tiempo. Estar en casa sin hacer nada, solo estar en casa ya es reconfortante, me dejo ir y no pienso en las tareas de la casa, no pienso en el desorden, nunca pienso que deba ordenar la casa. Las cosas van tomando posiciones y dejo la casa desordenada, dejo ir la vida dentro de la casa. La noche es el mejor momento. La claridad del día ha desaparecido casi por completo y presiono el interruptor del flexo luz azul, miro por la ventana, a través de la persiana de tablillas. Entre tablillas quedan espacios que me permiten ver el otro lado fragmentado, porque siempre el exterior a ti es algo fragmentado, pronto a romperse, fragmentario. Veo ventanas iluminadas de forma fragmentaria. Veo a una persona que pasa por detrás de una ventana, también fragmentada. El cielo negro fragmentado. La persiana de tablillas verdes siempre está bajada y cuando llega la noche espero un poco, antes de presionar el interruptor del flexo luz azul y observo fragmentaciones. Estuve llorando en aquel intervalo de luces. Tardé un buen rato en encender el flexo luz azul y me sorprendieron dos lágrimas que bajaban por mis mejillas, así que al mirar hacia la ventana vi fragmentaciones turbias. Tenía los ojos empañados en lágrimas y sólo dos habían salido al exterior y resbalaban por mis mejillas. Tuve los ojos abiertos y fijos en un punto de la ventana, perdidos, mejor, entre dos tablillas de la persiana. La visión turbia de un fragmento de ventana del edificio de enfrente. Al bajar los párpados dos nuevas lágrimas se precipitaron hasta la comisura de los labios y noté con deleite el sabor salado de mis dos nuevas lágrimas. Al poco sentí el camino seco de esas dos lágrimas sobre mis mejillas. Tuve que ir al lavabo y refrescarme los ojos y las mejillas. Estar en casa es, en esos momentos en que se abandona el cuarto de baño, después de apagar la luz, reconfortante. Volví a mirar por la ventana y vi fragmentos de luces o luces fragmentadas. Encendí el flexo luz azul. Sobre el papel escrito había caído una lágrima. Había borrado una palabra y alcanzado parte del renglón siguiente. Estar en casa es, en esos momentos, gratificante.



Sobre el vacío

Una vez en el vacío puedes prolongar las sensaciones hasta hacerlas chocar contra el techo, paredes, etc. Vuelven a ti percutidas y tamizadas gracias al aire. El vacío realiza un acto sublime y admite de nuevo esas sensaciones percutidas y tamizadas y esas sensaciones siguen desarrollándose en sus dimensiones más extrañas. El vacío. Me pregunto si no estaré lleno y el vacío rebosa mi todo. Me lo pregunto hasta quedarme vacío. Hasta no existir llego a través del vacío, pero el regreso es el viaje desde la nada a un lugar en el que el vacío se confunde conmigo mismo, yo me siento algo y ya no confío en el vacío, se coagulan mis ideas y eso, para mí, es quedarse vacío, no estar vacío. Transito, sin embargo, por páramos desconocidos, no vacíos, donde encuentro el vacío si ser esto determinante del lugar, que no existe. Todo esto, más allá del vacío, no tiene nombre pero existe, lugar intermedio del viaje de ida. No contabilizo los espacios, que son inexistentes, y entre un respiro y otro quedo atrapado en el vacío, queriendo escapar a veces, otras no. Me acomodo en el vacío y dejo de existir, sin más. Me devoro y eso es el vacío, lo atrapo ahora y me encuentro sentado en la butaca, vacío. Siento mi cuerpo relajado pero no vacío, sentado, no transportado. Acordono los lugares en los que estuve, los inspecciono y saco conclusiones vacías que me devuelven a la butaca. Hago de la memoria el lugar de encuentro conmigo mismo pero no acudo a la cita, me pierdo en los caminos del vacío y llego a través de la confusión serena a mi butaca, me reencuentro con el vacío y pido disculpas en nombre del olvido y la inconcreción. Antes de saber mi nombre ya lo he dicho y la respuesta cae, resbala por una pared oblicua hasta desaparecer en el vacío, allá al fondo, negro, sin embargo, no es el vacío negro de ni de otro color. Sólo camino por lugares incoloros y dúctiles al tacto, sólo lo hago cuando mi piel está sensible y vacía. Los vericuetos más gratos desaparecen ante mis preguntas que resbalan por paredes oblicuas, pero no llegan al vacío ni están vacías, ni siquiera existen más acá del vacío, ni en lugares intermedios. Sin embargo, se erizan los vellos de mi piel cuando paso por ellos camino al vacío, donde me encuentro solo, con mi piel a cuestas, tratando de acercarme a mí y mi vacío. Transcurro como un río manso por los lugares más serenos y llego a encontrar las más inocuas cavidades por las que el vacío ya antes pasó. Me acaricio el brazo desnudo con la palma de la mano y sigo entre los silencios atrapando conceptos, pero todos están vacíos o caminan hacia el vacío, o están entre la vida y la muerte, restregándose en los muros que contienen el vacío. El vacío. Me coacciona de manera disforme, quizás antisimétrica y me desvelo en los lugares más extraños del sueño. Pregunto si el sueño está ubicado en algún compartimento del vacío. Pregunto si mi río se desborda sobre los sueños hasta llegar a la incontinencia. Pero todo resbala por paredes oblicuas que son trampas, son muros de contención, contienen el vacío y se extralimitan en sus funciones. Todo resbala hacia el vacío. A veces no recuerdo el momento en que el vacío estuvo presente y es esa la ocasión de preguntarme si el vacío aún está por llegar a mí, si pasó por mí, si jamás me ha visitado, si soy punto de referencia para él, si alguna vez he vivido en el vacío, si quizá merece el vacío todo mi respeto, si hay algún momento en el que hacerse ganar por el vacío, si de alguna manera puedo pensar y sacar conclusiones o esperar la llegada del vacío, etc. Me vuelvo a resbalar hacia el vacío, se precipita mi cuerpo muro abajo buscando un resorte metálico, frío y liso y el vacío no es frío ni habita zonas frías, ni zonas templadas, simplemente no habita. No habita nada más que en mí, me pregunto. Huyo de mí porque soy yo mismo el que huye, porque huimos hacia el vacío y allí nos encontramos vacíos, sin nada que decir. Tomamos nuestras manos y están vacías, están entregadas desde el primer momento al vacío más extremo. Lugar diferente creo haber sentido, haber confluido en él y ahora sólo me viene a los labios vacío. Podré ser coherente fuera del vacío pero dentro no. Me pregunto, hay gravedad en el vacío, pueden ordenarse los pensamientos en el vacío, es ingrávido el vacío, somos ingrávidos. El vacío se muestra implacable. Hay cuerpos que gravitan aún sin haber tomado contacto con el vacío. Mi centro de gravedad, pregunto, será el nacimiento de todos los vacíos en los que estuve. Concedo importancia a la teoría, pero no es vehículo apropiado para desplazarse hacia el vacío. No lleva a ningún lugar. La teoría viaja en círculos. Son círculos que están vacíos en sí mismos, pero no caminos hacia el vacío. La teoría se muestra a veces, casi siempre, como conductora hacia el vacío, pero no se dirige hacia el vacío, el vacío no cuenta con dirección y no se aloja en lugares cercanos a la teoría. No es vacío se encuentra cerca de la teoría. Supongo mal si supongo que el vacío es el último extremo de la teoría, el último refugio de los canallas. Me encuentro con un cuerpo humano y me pregunto si el vacío habita en él, de forma que, pregunto, el vacío será humano, perceptible de ser adjetivado como humano, si el vacío puede transformarse, tener vida propia, poder de decisión o es sólo algo que llena los cuerpos humanos con la pasividad que podríamos llamar también frialdad, desinterés por... Puedo dar una opinión sobre el vacío. Me parece inútil, pero el vacío se presta a este tipo de manifestaciones. Llego a alguna conclusión sobre el vacío, me he tomado la molestia de interesarme por el vacío, estudio sus causas, sus consecuencias sobre todo lo demás que, creo, rodea al vacío. He viajado a través de él y mi nombre ha sonado en su ámbito, he llorado dentro de él, también en una ocasión mi risa quebró el espacio interior, pero el vacío, una vez atrapado, te hace la vida imposible y ya no estás vacío sino desesperado, ya no tienes la misma visión de él, sí las mismas dudas. Los muros que contienen el vacío son oblicuos, es decir, es un recipiente cónico. Hay un centro del que parte todo el vacío, su nacimiento. Un nacimiento vacío no es más que una muerte temprana, pregunto, siempre pregunto. Estaré muerto cuando el vacío me llega, cuando llego hasta el vacío. Hoy no es palabra adecuada para recinto tan especial, y el hoy en el vacío no es más que una dilatación infinita, no hay que imaginarla paralela a..., vertical a..., etc. Hoy no es palabra adecuada. Escapar de esos muros ya no recuerdo si es dificultoso. Recordar una vez fuera del vacío tampoco es tarea recomendable. Aún me queda un soplo de capacidad de pensamiento y me nace difusa la idea de haber sido tocado mortalmente por el vacío y huir de soslayo en actos irreflexivos y oportunos. Voy perdiendo la memoria y todas las capacidades. Pero me quedaré vacío o esperando el vacío. Me pregunto. Los demás vacíos eran imaginarios y este real, me pregunto. Voy, sin dudas, hacia el vacío. Este es mi vacío real, camino a, no estar en. Vacío es estar vacío, no. Vacío es desplazamiento, trayectoria. Vacío viaje. Y ahora, si el vacío me contiene en su seno, soy de él. Pregunto. Y ahora, yo no contengo vacío, mi cuerpo no contiene vacío. No somos continente de vacío, sino el contenido del vacío. Me siento vacío, me decía, pero no era así, los cuerpos no contienen el vacío ni el vacío se refleja en un lago como un cuerpo desnudo erizado por el frío. El vacío. Nadie se siente vacío. Sobre el vacío siempre habrá cosas que decir. Empezando por querer lograr una definición y luego perderse por los infinitos caminos que esa decisión abre a cada paso. Ramificaciones. Todo tema tratado con detenimiento se diversifica en ramificaciones infinitas y cuanto más excavas más profundidad creas a tu alrededor. Se quiere llegar a una conclusión y nadie está más lejos de ella que el estudioso. El vacío se ofrece como un tema extenso y sin andamiajes, sólo la ausencia de lo físico es cierto cuando se apodera de ti, me pregunto. Aún en los momentos más extraños, el vacío puede aparecer, desaparecer. Aún en los lugares más insólitos el vacío no es más que un no-lugar existente. Vuelvo a la pregunta. Trato el tema con seriedad. El vacío ha dejado su huella en mí. Dejo sobre el vacío con una pregunta, me pregunto.
Ha dejado escrito G.



Para qué sirven las flores

El agente de policía me agarró el brazo justo por encima del codo y apretaba sus dedos con fuerza. Bajamos a gran velocidad las escaleras. Otro agente nos seguía, echándome su aliento nervioso en el cuello. Abajo, ya en la calle, esperaba un coche de policía con su luz azul giratoria. Una rapidez de acontecimientos y una locura de gestos dieron paso a una gran tranquilidad después de que el brusco chirrido de la puerta de la celda hubo cesado. Sólo cuando pasaron unos segundos noté dolores en la espalda y recordé que un agente intentó introducir su porra entre mis costillas y que para golpear el otro costado la utilizo de forma transversal. Tenía el brazo derecho, justo encima del codo, morado y una mejilla roja a causa del impacto en ella de una mano de la ley, abierta. Una mano blancuzca con alianza en un dedo fue la que golpeó mi mejilla antes de entrar en aquel corredor oscuro y húmedo. Me pusieron esposas apretadas hasta sus últimas posibilidades y ahora tenía marcas en las muñecas. Mientras me golpearon no sentí ningún dolor y ahora, en cada lugar maltratado, un calor molesto era todo. Estaba algo confuso, si tenía en cuenta que el dolor físico ha sido siempre mi punto débil. Cuando era pequeño mi madre me llevaba a rastras al practicante: la espera en el recibidor oyendo los gritos de otros niños y viéndolos salir despeinados y llorando y luego el suplicio de aquella aguja clavándose en el músculo tenso, y por lo tanto más doloroso, y el líquido entrando y por fin el frescor del algodón mojado en alcohol sobre el pinchazo. Desde entonces ya siempre miedo al dolor físico, pánico al dolor físico. Desde entonces ya siempre un hombre débil, asustado y marcado, sin posibilidades de avanzar en nada, incapacitado ya desde aquellos momentos para llegar a ser un hombre. Con el pasar de los años repeticiones constantes de ese miedo al dolor físico y con el pasar de los años sumisión total y aceptación total de esa debilidad y por tanto condicionamiento total de mi vida a esa tara, a esa enfermedad, que aún hoy tiene sus efectos más devastadores en mí. Sin embargo, acababa de recibir una pequeña paliza y no la había sentido, ya digo, sólo cuando estuve en la celda ese calor en los puntos dañados, zonas dañadas. Había sufrido el asedio de forma inesperada, por sorpresa, y todo fue, hasta unos segundos después de entrar en la celda, tan irreal que los golpes eran golpes de sueño, acolchados y lejanos y toda la percepción de la realidad acolchada y lejana como una pesadilla, y los gestos y cuerpos no los recuerdos más que deformados y pasando a gran velocidad y sólo algunas palabras con algún sentido, dentro de un mar de voces, sonidos confusos. Esas palabras eran prisión preventiva y cuando estuve en la celda, después de unos segundos, esas eran las únicas palabras que recordaba, prisión preventiva, y era una frase que entendía, desconocía el significado de prisión preventiva, mi desconocimiento en temas jurídicos era inmenso y no sabía el significado de aquellas dos palabras juntas que, como pude comprobar más tarde, eran de dominio público y así empecé a dar significados a aquellas dos palabras por separado, logrando entenderlas por separado, pero inútil cualquier intento de entender aquella frase. Aquel recinto era la celda de una prisión. Había entrado en ella de noche y parte de la celda estaba en penumbra. Distinguí una litera en la parte más clara y en el otro rincón, sumido en la oscuridad, un hombre sentado en el suelo, abrazando sus rodillas contra el pecho, con la cabeza apoyada en las rodillas, ignorándome. Pensé que estaba dormido, pero estuvo así hasta el amanecer y su postura no cambió en el transcurso de aquellas horas en que no dormí. Me había echado en la litera de abajo y no dormí. Él no cambió su postura hasta que al amanecer levantó la cabeza y estiró los músculos un poco, un poco de ejercicio sin ni siquiera mirarme, me ignoró incluso cuando sus movimientos lo acercaron a la litera y volvió a su rincón a sentarse de nuevo. En la posición anterior. Estuve toda la noche sin dormir, tranquilo, dejando todo el peso de mi cuerpo abandonado sobre la litera, sintiendo todo el volumen de mi cuerpo reposado sobre la litera. Así mis pensamientos fluían de forma ordenada y cronológicamente reconstruí los últimos momentos antes de mi detención. Nada especial, una tarde noche anodina encerrado en mi habitación vacía, sólo una alfombra beige y una mesa en la que escribir. Toda la tarde noche estuve en esa habitación vacía, hasta que sonó el timbre y pensé, intrusos, gente engañada que viene con sus conceptos engañosos, con el único propósito de engañarme y resistí esa primera llamada sin levantarme de mi asiento, esperando unos segundos, atento, con el oído alerta hacia la puerta. En aquel silencio oí murmullos y el fruc-fruc de una prenda de vestir y enseguida una segunda pulsación al interruptor del timbre y esta vez sí, me levanté. Abro la puerta y dos señores uniformados se quedan mirándome y luego esposas y rapidez, escaleras abajo y ya saben, antes lo he contado. Él no se movió en toda la noche, su cara sobre las rodillas, sólo cambiaba de postura su cabeza. Se apoyaba en la mejilla izquierda, emitía algunos sonidos con la boca, que le quedaba algo abierta, llámese a esto leve ronquido porque calificarlo de ronquido sería excesivo ya que emitía un sonido leve, leve ronquido es la forma más acertada de llamar a aquel sonido leve que, mientras yo pensaba en la litera, aquel individuo emitía. Volvía su cabeza y apoyaba su mejilla derecha sobre las rodillas, así interrumpía su leve ronquido y lo reanudaba al cabo de unos segundos. Días después seguía emitiendo sonidos pero yo ya no los oía porque había conseguido dormir por las noches y él seguía en su estado de aislamiento y sólo se levantaba para hacer sus ejercicios mínimos y ridículos. De día me ignoraba y de noche ya no oía su emisión de leves ronquidos. Siempre agarrando las piernas a la altura de las rodillas y apoyando sus mejillas sobre ellas. Creo que fue la tercera noche cuando cayó como un bloque, muerto, hacia el lado derecho. Aún después de muerto no soltó sus rodillas y quedó hecho un bloque humano caído hacia la derecha, su derecha. No tardaron en llevárselo, hecho un bloque. Lo pusieron sobre una camilla y quedó rígido, con sus rodillas agarradas y su cabeza pegada a las rodillas. Me tumbé en la litera e intenté dormir. Me desveló la idea de mi coche siendo robado en la oscuridad de aquel callejón en el que quedó aparcado. Pensaba, mientras duermes te están robando las piezas del coche. Y así, hasta que mi coche quedó completamente desguazado, no pude dormir y soñé que dos pequeñas máquinas entraban en el callejón oscuro y agarraban con sus manos metálicas y articuladas lo que quedaba de mi coche, que no era más que el chasis abollado, lo elevaban y al caer era el hombre silencioso agarrado a sus rodillas. Ese fue el sueño que recordé al despertar, y aunque aborrezco el mundo de los sueños y todo lo relacionado con los sueños, ese sueño no intenté olvidarlo y lo conservo como se conserva el regalo de un desconocido.


Domingo por la mañana

Había estado toda la noche lloviendo y no dormí, asomándome a la ventana para ver la lluvia. Ahora ya no llovía y el asfalto de las calles estaba reluciente y nadie, excepto yo, en ellas. Era domingo por la mañana, temprano. Pronto aparecería el sol. Me sentía como si hubiese salido de la cárcel y ansiaba ver calles y andar por ellas. Andaba despacio y miraba con intensidad asombrosa para apreciar el brillo del asfalto e intentaba retener ese sentimiento de ex presidiario. Estaba dolido por todo y recordé una frase que había leído días atrás, decía esto: He dejado de odiar a los hombres y me siento apenado porque era el único sentimiento que me unía a ellos. De Cioran, creo que es de él. Estaba dolido por todo y sobre todo por haber leído tantos libros nefastos. Me habían influenciado hasta la saciedad. No era de una cárcel convencional de donde salí aquella mañana de domingo, temprano. Había estado en mi casa, sin salir de ella, varios meses, causando, como es lógico, alteraciones en el ritmo habitual de mi vida. Alteraciones que ahora quedan al margen, insignificantes. El caso es que me aprovisioné de libros y durante todos esos meses no hice otra cosa que leerlos. Era domingo por la mañana, temprano, y esta era mi conclusión: desprecio ante todo, odio tenue, compasión dulcificada hasta extremos que se diluían como azucarillos en un té caliente y esa compasión hacia todo quedaba en nada, diluida. Ya digo que era domingo por la mañana, temprano, y raro era que tuviera sentimientos. Eran imposiciones. Me imponía algunos sentimientos porque los cría necesarios. Pensaba que no se puede andar por las calles sin sentimientos y aunque fueran fingidos nadie notaría nada y a mí me servían esos sentimientos fingidos. Había estado encerrado durante meses en mi casa, en mi habitación vacía. Y leí libros, libros que eran, que son, catastróficos, como ahora puedes comprobar. El escritor que hay en mí, ese que todos llevamos dentro, nunca saldrá a flote porque tantos meses encerrado en mi casa no ha hecho otra cosa que enterrarlo y me apasiona, si es que puedo hablar así, el color que tiene cada capa de tierra que me he echado encima. Como si seccionaras una montaña para estudiarla y fueses viendo las capas... Ya está anocheciendo y oigo en el piso contiguo una máquina de escribir que escribe. Durante tantos meses leyendo día y noche... eso es ocultarse detrás de los libros hasta casi desaparecer. Volverse loco por leer. Pero no estoy loco ni desesperado, estoy paseando por una calle brillante, un domingo por la mañana, temprano. Me aprovisioné de libros y los leí en todos esos meses que estuve encerrado y luego al salir tuve la sensación de haber estado en la cárcel, pero queda dicho que no salí de la cárcel sino que estuve durante meses encerrado y que salí un domingo por la mañana, temprano. He salido, pero estoy desconectado de todo. Este pueblo es ruin, como todos, me atrevo a aseverar. Quizá ha llegado el momento de hablar mal de todo. De sus habitantes, de sus instituciones, de sus habitantes, de sus calles y de sus habitantes. Todo queda dicho con esto: ruin. Me encerré en mi casa con un montón de libros y sólo veía la ciudad a través de la ventana, la ciudad fragmentada. Eso al principio, más tarde dejé de mirar tanta suciedad. Leía libros y más libros. A veces dos libros diarios. Libros de pocas páginas, pero de lectura intensa. No he leído libros desesperados. Nada me movió a encerrarme en mi casa, al menos no había un motivo reconocible, algo concreto. Un poco de literatura no me vendrá mal, pensé, y me abastecí de libros y me encerré por unos meses. Afuera quedaba todo un enjambre de aguijones venenosos. Yo nací en este pueblo, lo he llegado a querer, pero ahora ya no queda nada, sólo bares y casas, discotecas y gente que las llenan, sólo autobuses que desplazan cuerpos y cuerpos que no desplazan nada, porque están vacíos, miserablemente vacíos, porque vacío es un estado digno, pero miserablemente vacío es indigno. Esa gente que ves tan sonriente, dirigiendo su sonrisa hacia ti... son malignos. Conozco casos de corrupción así. En el ayuntamiento, en el juzgado, la policía, comerciantes, etc. Conozco tipos que se envilecen robando cantidades mediocres y que luego gastan en artículos mediocres porque ellos son viles y mediocres. Sé sus nombres, sus apellidos, las marcas de sus mediocres coches, podría darte la matrícula de cada uno de ellos, corruptos, matrículas de coches de dueños corruptos, viles y mediocres. Pasaba la vista por el café OK mirando cada cara corrupta, observando como se llevaban la taza de café a los labios, labios que mienten, que mezclan la mentira con el café y luego quieren limpiar la mentira con una copa de cognac, pero lo único que desaparece es el sabor a café. Y luego observaba como se marchaban con sus chaquetas, con sus corbatas y sus zapatos. Todos los corruptos usan zapatos y son zapatos que encajan en ambos pies y los utilizan para corromper el mundo, manchan el suelo con sus zapatos corruptos y corbatas que corrompen todo lo que tocan porque sus manos están en apariencia limpias, pero sus zapatos y sus corbatas están sucios y salen de la cafetería acompañados de otro tipo que también lleva zapatos, corbata y chaqueta y se alejan corrompiéndose mutuamente y van corrompiendo todo lo que tocan a su alrededor, y van sonriendo porque corrompen, y son enardecidos, son elevados a lo más alto por los demás, se levantan monumentos a los corruptos y para tener un monumento hay que ser corrupto y si no... fíjate en sus zapatos, en sus corbatas y en sus chaquetas. La lluvia no cambia nada, aunque llueva los verás alejarse bajo ella y desaparecerán al final de la calle bajo la lluvia, igualmente corruptos, quizá la lluvia de noviembre. Mi cuarto quedó completamente lleno de libros y casi todos ellos leídos, algunos vueltos a leer. La madrugada del domingo leí el último. Después de tantos libros leídos mi personalidad estaba anulada y me dije, ya estoy en igualdad al resto de los ciudadanos. Salí a la calle aquel domingo por la mañana, temprano, y nadie en ellas, como ha quedado dicho y ahora reiterado, calles asfaltadas, vacías y relucientes y, como es sabido, domingo por la mañana, temprano. Llegué hasta el mar. El mar, componente geográfico indispensable para articular todas las cerraduras de este pueblo. Si el mar fuera una puerta y tuviera el antojo de cerrarse, el pueblo quedaría convertido en un acuario de peces muertos. Pero el mar, en esa mañana de domingo, tras una noche de lluvia y olas, había vuelto a su horizontalidad de plato. Llegué hasta el espigón y los pescadores fueron las primeras personas que vi, desde lejos. No me acerqué pero les vi moverse en grupo, con sus aparejos, así, un poco hacia adelante y un poco hacia atrás, así, cogiendo objetos de pesca y acercándolos a sus barcas, así, un buen rato; los pescadores movían sus cuerpos y los aparejos porque eran suyos y los dejaban, así, en sus barcas; los vi desde lejos, no osé acercarme y estaban allí moviéndose junto a sus barcas balanceadas por el mar; permanecí quieto sobre el asfalto brillante, desde lejos, no osé acercarme. Había estado leyendo durante meses y ahora veía a los pescadores, sus aparejos y sus barcas y los libros en mi habitación y las calles estaban asfaltadas, vacías y relucientes. Me acerqué a los pescadores sólo con la vista y mi pensamiento y yo nos quedamos quietos en medio de la calle. Regresé sobre mis pasos pero aún era domingo por la mañana, temprano. Tantos libros leídos no me habían servido nada más que para aumentar mi confusión. Habían anulado mi personalidad y ahora las calles estaban vacías y no podía compararme con nadie, ahora que estaba en condiciones de igualdad. Así que busqué el camino de regreso a casa. Anduve por las calles relucientes y el aire de la mañana estaba limpio y el aroma del mar limpio también. Mi cuarto estaba lleno de libros, escrito por alemanes, franceses, italianos, sobre todo alemanes. Me habían influenciado y ya todo era como capas de tierra que se confunden. Hubo un momento esencial en aquellos días de intensa lectura en que tomé un libro entre mis manos y lo abrí al azar, leí un poco y me interesé en él de inmediato, volví a cerrarlo y comencé su lectura a la manera tradicional, por la primera página. Al cabo de un par de horas lo terminé, entonces decidí poner fin a mi reclusión. Me levanté decidido a poner los pies en la calle, pero lo primero que vi fue la ciudad a través de los cristales y retrocedí como un cobarde, lleno de miedo, y pensé que ya toda la suciedad del mundo me había alcanzado. Sin embargo, aún me quedaba la suficiente dignidad como para sentir miedo y sentía el peso del miedo de manera que me paraba. Con miedo no se va a ninguna parte, así que desistí de mi idea de marcharme. Seguí leyendo libros porque era eso lo que tenía que hacer. En los libros puedes encontrar de todo, pero no lo que más necesitas, quiero decir, lo que realmente buscas. Así que cuando acabas de leer todos los libros y relees algunos, lo único que te queda es salir a la calle un domingo por la mañana, temprano, y esperar encontrarte con tus iguales y participar en la vida de manera igualitaria, y si no encuentras a nadie tienes que volver al cuarto y leer, leer libros otra vez, así siempre. Subí las escaleras, abrí la puerta y... vuelta al encierro. Subir escaleras y cerrar puertas que quedan cerradas tras de ti. Tenía que leer pero no caí en la cuenta de que ya todos los libros estaban leídos. Los volvería a leer. No. Escribiría. Me haría mis propios libros. Empecé a escribir entonces de forma desenfrenada. Pluma, tintero y cuartillas y escribir. Escribía a todas horas, sin parar. No contaba ninguna historia. No planeaba ninguna forma de escribir, pero escribía sin parar, diciéndole al papel miles de cosas de igual forma que otros antes ya lo habían hecho. Sin originalidad, imitando, dejándome llevar por el ritmo de las palabras y acordándome de libros ya leídos. Criticando todo y nada. Hablando mal de mi pueblo y de mí, de mí también. Soy un gusano infecto, escribía, soy un tipo asqueroso que no tiene dignidad, odio a todos y todos me odian, porque soy odioso y no quiero oír tus palabras infectas, por eso escribiré día y noche sin parar, hasta que se acabe la tinta del tintero y hasta que se acaben los días y las noches y después de eso seguiré escribiendo muy a pesar mío y tuyo, muy a pesar de la tinta y de los folios, muy a pesar de lo bien o mal que lo haga, muy a pesar de los pesares y de las calles relucientes. Escribiré a través del verano como si surcara el desierto con mi pluma y llegaré de nuevo al invierno para esquiar sobre el papel palabra tras palabra, quizá sin sentido, quizá con un sentido u otro, quizás el verano derrita las palabras o quizás el viento del invierno remueva las arenas del desierto. Siempre habitaré una zona crepuscular y escribiré hasta el final de mis días, sean días azules de tinta china o días invernales de metal rasgando el papel. Escribiré hasta ser admitido entre los demás y bajaré un domingo por la mañana, temprano, después de haber escrito todas las calumnias y todas las defenestraciones posibles. Hasta que los gestos sean inservibles y hasta que las palabras se agoten en sí mismas. Quizás hasta la cordura final todo sea una pesadilla y hasta entonces escribiré con pluma y tinta. Así que subí las escaleras aquel domingo por la mañana, temprano, y empecé a escribir. Escribir, en principio, todo aquello que para mí era importante, luego escribir sobre temas que no me importaban nada, pero ante todo sin parar. Hablé mal de mi pueblo, de mí, sobre todo de mí, siempre me he tenido en poca estima. Me estaba quedando vacío, confesé todo acerca de mí y después me llegó el vacío como un orgasmo retardado días y días. Así escribí, como si de una eyaculación se tratara. Tenía manchadas de semen azul miles de cuartillas, cuando al fin, en la madrugada del domingo, percibí un hilo de luz que entraba en la habitación y dejé de escribir. Después de meses y meses escribiendo había tocado fondo y me agarré al hilo de luz para levantarme del suelo. Salí a la calle y el asfalto estaba reluciente aquel domingo por la mañana, temprano. La calle estaba vacía, nadie por las calles y caminé por ella y por ellas. Un hombre solo en medio del domingo por la mañana, temprano, andando por calles relucientes y asfaltadas. Había dejado en mi habitación miles y miles de cuartillas escritas, miles de ideas plasmadas en ellas, había perdido mi voluntad por el camino, había perdido mi dignidad por el camino, todo mi yo estaba allí y ahora por las calles paseaba un ser vacío, inocuo, irrelevante, despersonalizado. Había atravesado miles y miles de cuartillas, dejando en ellas el polvo del que estamos hechos, cada vez menos de mí, hasta el final. Unos granos de polvo gris sobre la última cuartilla desaparecieron con el impulso de mi aliento y luego las calles y el domingo y nadie en ellas y yo en él, circunspecto y solitario, ¿sufriendo? Después de escribir uno se pregunta algo, siempre hay una pregunta, aunque no esté formulada con palabras, la pregunta no lleva signos de interrogación y tal vez no haya pregunta propiamente dicha, sino una inquietud. De modo que necesitas una respuesta. La contestación nunca aparece. Salir a la calle es una solución y después de escribir es necesario salir a la calle, nada de preguntas trascendentes, salir a la calle después de meses y meses encerrados. La habitación llegó a tener un estado lamentable. Libros y cuartillas y un montón de meses soportando mi presencia y mi obsesión por la lectura primero y la escritura después. Llegué a pensar en no salir nunca de casa, y no sólo eso sino salir inmediatamente. Y aquella mañana de domingo salí y anduve por calles desiertas y pavimentadas con asfalto que en ese momento brillaba por la lluvia de la noche anterior. Al oír la lluvia me levanté y pegué mi cara a los cristales, pude ver cortinas de agua que caían sobre la ciudad. La lluvia brillaba al pasar por el área iluminada por una farola. Cada gota brillaba en esa zona. Sólo dejaba de escribir en esos momentos, miraba por la ventana y luego seguía escribiendo, hasta el amanecer en que salí a la calle y parecía domingo por la mañana, temprano. No había nadie en las calles y el pavimento brillaba por la lluvia caída durante la noche anterior, esa lluvia que había estado observando a intervalos. Había estado escribiendo meses y meses para despojarme de todo, para quedarme desnudo y en igualdad de condiciones con el resto de la gente, pero aquel domingo por la mañana, temprano, no había nadie en las calles relucientes. Así que había agotado todas mis posibilidades y me quedé en calma, paz lo llaman. Tranquilo digo yo. Tranquilo y ya sin nada más que decir, sin nada más que oír. Sólo pasando la vista sobre las cosas con la suavidad del ausente.


Miguel Guerrero
La Línea. 1989








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